En una definitiva evocación Paranoico-Onírica, El Maestro realizó un paisaje desértico, triste, virtualmente desolado, de poca riqueza cromática. La presencia de un pueblo el cual se deja entrever delimitado por los cerros coloreados entre el negro, gris y la combinación de ambos, contrastando con una discreta luminosidad que abarca la parte central y extrema derecha del cuadro. El poblado manifiesta distintos tonos cromáticos que van desde el ocre, amarillo y blanco. Observamos un muy discreto puntilleo que nos obsequia pequeñas formaciones semejantes a piedras diminutas de color rojo y negro. La religiosidad del Pintor hace posible que la parte que más resalta del poblado sea la iglesia. La discreta luminosidad solar apenas se aprecia por la parte derecha de la pintura ya que el cielo es triste. con nubarrones que presagian alguna tormenta en la parte superior de la misma. Pareciese que se proyecta una pesadumbre, un presagio para el poblado.
La imagen central del la obra es una tartana – una especie de carreta pequeña constituida por varas sobre muelles de ballesta, cubierta, diseñada para transportar a personas sentadas en asientos laterales -, la cual se desplaza por un camino pedregoso (muy parecido al de otra obra de Dalí llamada “Justicia Geológica”) el cual se hace más conforme se va acercando al lugar. La tartana es clásica: 2 ruedas, una cubierta, la parte posterior del corcel, sin embargo el jinete y su acompañante NO SON FIGURAS HUMANAS, son estructuras geométrica, el primero es un prisma rematado en la punta por una esfera que semeja una cabeza y el segundo es una figura triangular que pudiese corresponder a la cabeza del caballo ligeramente vuelta hacia la izquierda. Las sombras del caballo y el carruaje se proyectan hacia la izquierda de la pintura.
La tartana se dirige al pueblo junto con su extraño jinete, quizás anunciando algún sombrío acontecer. Oleo sobre tela. 19 x 24.1 cms. Colección James. 1933.